Hey, hey, the blues is allright.........
Empieza el documental, y empiezan los escalofríos.
Clint EastWood y Ray Charles, que esta semana nos ha dejado un poco más desasistidos en la seria faena de sobrevivir con dignidad, charlan delante de un piano. How the world got the blues.
Ray cuenta como la música entró en su vida oyendo al tendero de la esquina tocar el piano. En el ocaso de su vida, sus ojos vacíos siguen iluminándose tras sus gafas oscuras al recordarle. No deja de repetir: me acerqué al piano......me pudo echar...pero me enseñó!. Una impresionante lección sobre el destino por parte de alguien que sabe que va a abandonar la vida muy pronto: si esa tarde, con 6 años, al acercarme a ese piano, el tendero me hubiera dicho que me apartara, qué hubiera sido de mi vida? Pero lo maravilloso es que me dejó tocar una tecla, y cambió mi vida.
A partir de aquí, las emociones se desatan. Empiezan a intercalarse viejas grabaciones de hace 90 años. El Boogie-boogie invade las almas de los negros sureños. Arde Nueva Orleans, la energía telúrica del Delta crea una música que proviene del Magma Primigenio de los pantanos. Pianistas desconocidos, (bueno, desconocidos para mi, claro...) impresionantes tocadores de burdel e iglesia, cualquiera de ellos tiene más sensibilidad y amor para darnos que toda la industria discográfica actual y sus métodos mafiosos (grrrrrrrrr).
Y de pronto, el primer ooohhhh recorre la sala: Art Tatum, al que sólo conocía de nombre, nos deja con la boca abierta. Segundos después, me empiezan a asomar las primeras lagrimitas (soy de lágrima y emoción fácil ;-): Count Basie, con su orquesta, demuestra que las cosas sencillas son las que mantenemos, como el Nombre de la Rosa; y sin descanso, Big Joe Turner me pega un puñetazo en el corazón de los que dejan secuelas, con una sobria pero eterna versión en directo del Piney Brown blues, con Jay McShann al piano. Una de esas cositas que se pueden enseñar en el día del Juicio Final como prueba a favor de la Humanidad.
Los poquitos espectadores nos revolvemos en nuestros asientos, se oyen suspiros, la electricidad nos recorre. De vez en cuando, Gon y yo nos miramos acojonados. Ray Charles tocando Soul en los 60, Fats Domino en viejos programas de televisión en incipiente color, ver a estos Grandes Maestros ya octogenarios explicar con la candidez de un niño su música y su vida.........Oscar Peterson nos sitúa en un tiempo de cambios....blues, pero algo revolotea alrededor, en sus almas ya existe el BeBop, pero no lo concretan, lo tienen en la punta de la lengua, ahora parece que sí, pero no......Y de pronto, aparece él: The One and Only Professor LongHair.
En estos tiempos de mediocridad que nos toca vivir, en los que a cualquier engendro marketiniano se le eleva a la categoría de Músico, y encima bueno/a, aunque todos sepamos que ni compone, ni canta, y si te descuidas ni piensa, tan sólo recordar el glorioso discurso con el que nos deleitó El Gran Professor de Nouveau Orléans, en una grabación que debe ser de justo antes de morirse, ya muy mayor:
no teníamos un duro, así que nos dedicábamos a recoger de la basura pianos inservibles que tiraban de los Honky Tonks. Una pieza de éste, otra de ese otro, enganchábamos las teclas. Luego, tocabas. Pero ocurría que había teclas que no funcionaban, así que tenías que buscar otras notas para sustituirlas.......
Así de simple. Él, sin el que no existiría buena parte de la música posterior que todos conocemos y escuchamos. Así nacieron los ritmos que convulsionaron nuestro mundo durante la segunda mitad del siglo XX y este principio de siglo: electric blues, rock'n'roll, soul, funkie....y todos los que vienen después....
Y ya vale por hoy. Muchas más emociones hubo. Destacar sólo 2 cosas:
Estos hombres y mujeres tenían espíritus menos corrompidos que los nuestros, menos embrutecidos. Les vemos con 80-90 años en la película, hablando de sus vidas, tocando su música. Y todos, absolutamente todos, tienen aspecto de venerables ancianos japoneses que han alcanzado la sabiduría y la paz, pero siguen teniendo alma de niños.
Pedazo escalofrío cuando, ya al final del documental, Jay McShann, que debe rondar los noventaypico años, y un pianista blanco de su edad, (no sé su nombre, pero debe ser bastante famoso), se ponen a jugar con un piano a mitad de entrevista. Unas notas muy simples, sutiles, poquitas notas, como cosquilleando el piano. Magia. Y de pronto, se les enciende a los dos la cara, como a dos niños, y se empiezan a reir, con risa de niño. Se abrazan. Ese amor por la belleza y la risa y la vida y el juego llegando al siglo......
Estas personas conocían el valor de la sencillez y la nota exacta que ordenaba el tiempo y el sentimiento. Podían tocar mejor, deslumbrar más, tocar más rápido. Pero no lo hacían. Eran sutiles. Después, la exhibición fácil corrompió todo y mató el alma de la música.
Por eso esta música, a través del rock, degeneró en cosas como el heavy, por poner un ejemplo: una música basada en la técnica obtusa, el exhibicionismo en el escenario, la parafernalia y el volumen, para ocultar su carencia de alma, su espíritu estándar y mediocre, y que transmite menos emociones que un tabique medianero. Y ya para que hablar de Nuestros Grandes Divos actuales. Mejor no doy nombres que se enfadan los amigos. Lo peor es que hemos cambiado, y ahora nos gustan ese tipo de productos elaborados. No sólo en la música. Nos va lo falso. Huímos de las sensaciones puras. No nos vayan a hacer pupa.
Esto ya se puede intuir al final de la película, en los duetos de piano de cara a la galería, a ver quien corre más. O en el pestiño final, oh Sweet America, de Ray Charles, con orquesta y coros (ya te vale Clint, el final que te has cascao. Un mal rato lo tiene cualquiera, pero jodo).
Menudo rollo. No creo que ninguno de los poquitos que entran en mi página lea hasta aquí. Pero es que me emocioné.
Clint EastWood y Ray Charles, que esta semana nos ha dejado un poco más desasistidos en la seria faena de sobrevivir con dignidad, charlan delante de un piano. How the world got the blues.
Ray cuenta como la música entró en su vida oyendo al tendero de la esquina tocar el piano. En el ocaso de su vida, sus ojos vacíos siguen iluminándose tras sus gafas oscuras al recordarle. No deja de repetir: me acerqué al piano......me pudo echar...pero me enseñó!. Una impresionante lección sobre el destino por parte de alguien que sabe que va a abandonar la vida muy pronto: si esa tarde, con 6 años, al acercarme a ese piano, el tendero me hubiera dicho que me apartara, qué hubiera sido de mi vida? Pero lo maravilloso es que me dejó tocar una tecla, y cambió mi vida.
A partir de aquí, las emociones se desatan. Empiezan a intercalarse viejas grabaciones de hace 90 años. El Boogie-boogie invade las almas de los negros sureños. Arde Nueva Orleans, la energía telúrica del Delta crea una música que proviene del Magma Primigenio de los pantanos. Pianistas desconocidos, (bueno, desconocidos para mi, claro...) impresionantes tocadores de burdel e iglesia, cualquiera de ellos tiene más sensibilidad y amor para darnos que toda la industria discográfica actual y sus métodos mafiosos (grrrrrrrrr).
Y de pronto, el primer ooohhhh recorre la sala: Art Tatum, al que sólo conocía de nombre, nos deja con la boca abierta. Segundos después, me empiezan a asomar las primeras lagrimitas (soy de lágrima y emoción fácil ;-): Count Basie, con su orquesta, demuestra que las cosas sencillas son las que mantenemos, como el Nombre de la Rosa; y sin descanso, Big Joe Turner me pega un puñetazo en el corazón de los que dejan secuelas, con una sobria pero eterna versión en directo del Piney Brown blues, con Jay McShann al piano. Una de esas cositas que se pueden enseñar en el día del Juicio Final como prueba a favor de la Humanidad.
Los poquitos espectadores nos revolvemos en nuestros asientos, se oyen suspiros, la electricidad nos recorre. De vez en cuando, Gon y yo nos miramos acojonados. Ray Charles tocando Soul en los 60, Fats Domino en viejos programas de televisión en incipiente color, ver a estos Grandes Maestros ya octogenarios explicar con la candidez de un niño su música y su vida.........Oscar Peterson nos sitúa en un tiempo de cambios....blues, pero algo revolotea alrededor, en sus almas ya existe el BeBop, pero no lo concretan, lo tienen en la punta de la lengua, ahora parece que sí, pero no......Y de pronto, aparece él: The One and Only Professor LongHair.
En estos tiempos de mediocridad que nos toca vivir, en los que a cualquier engendro marketiniano se le eleva a la categoría de Músico, y encima bueno/a, aunque todos sepamos que ni compone, ni canta, y si te descuidas ni piensa, tan sólo recordar el glorioso discurso con el que nos deleitó El Gran Professor de Nouveau Orléans, en una grabación que debe ser de justo antes de morirse, ya muy mayor:
no teníamos un duro, así que nos dedicábamos a recoger de la basura pianos inservibles que tiraban de los Honky Tonks. Una pieza de éste, otra de ese otro, enganchábamos las teclas. Luego, tocabas. Pero ocurría que había teclas que no funcionaban, así que tenías que buscar otras notas para sustituirlas.......
Así de simple. Él, sin el que no existiría buena parte de la música posterior que todos conocemos y escuchamos. Así nacieron los ritmos que convulsionaron nuestro mundo durante la segunda mitad del siglo XX y este principio de siglo: electric blues, rock'n'roll, soul, funkie....y todos los que vienen después....
Y ya vale por hoy. Muchas más emociones hubo. Destacar sólo 2 cosas:
Pedazo escalofrío cuando, ya al final del documental, Jay McShann, que debe rondar los noventaypico años, y un pianista blanco de su edad, (no sé su nombre, pero debe ser bastante famoso), se ponen a jugar con un piano a mitad de entrevista. Unas notas muy simples, sutiles, poquitas notas, como cosquilleando el piano. Magia. Y de pronto, se les enciende a los dos la cara, como a dos niños, y se empiezan a reir, con risa de niño. Se abrazan. Ese amor por la belleza y la risa y la vida y el juego llegando al siglo......
Por eso esta música, a través del rock, degeneró en cosas como el heavy, por poner un ejemplo: una música basada en la técnica obtusa, el exhibicionismo en el escenario, la parafernalia y el volumen, para ocultar su carencia de alma, su espíritu estándar y mediocre, y que transmite menos emociones que un tabique medianero. Y ya para que hablar de Nuestros Grandes Divos actuales. Mejor no doy nombres que se enfadan los amigos. Lo peor es que hemos cambiado, y ahora nos gustan ese tipo de productos elaborados. No sólo en la música. Nos va lo falso. Huímos de las sensaciones puras. No nos vayan a hacer pupa.
Esto ya se puede intuir al final de la película, en los duetos de piano de cara a la galería, a ver quien corre más. O en el pestiño final, oh Sweet America, de Ray Charles, con orquesta y coros (ya te vale Clint, el final que te has cascao. Un mal rato lo tiene cualquiera, pero jodo).
Menudo rollo. No creo que ninguno de los poquitos que entran en mi página lea hasta aquí. Pero es que me emocioné.
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